Los platos al ajimoroji, sobre todo el conejo, del Bar La Peña de Leganés (noviembre de 2012)


Es la antítesis de los restaurantes de autor, renombre y corrección. Y seguramente tenga mucha más tradición, la que dan el peso de cinco décadas con las responsabilidad de no confiarse y dejarse llevar por la notoriedad. Cinco décadas, o más, creando vínculos que han pasado de padres a hijos, de abuelos a nietos, de suegros a yernos y así hasta el infinito. Un restaurante digno de saga en el que el mobiliario y la carta, y hasta los camareros, son unos clásicos. De toda la vida. Y todo está rico. Así es el Bar La Peña, uno de los locales más célebres de Leganés. La vieja huerta de Madrid, que antes que ciudad fue pueblo, siempre tuvo propensión por el conejo. Y no pocos fogones giraron a este protagonista otrora superextendido por sus campos. Ahora aquellos son suelo urbano, pero esa es otra historia.

La Peña, la que nos ocupa, era uno más entre los bares que ofrecían carnes al ajillo siguiendo los parámetros del ajimoroji, un flambeado que llegó desde el norte de África a través de los legionarios que en Leganés tenían su acuartelamiento en la década de los años cuarenta. O eso cuentan, al menos. Otra versión, acaso más creíble, nos habla de un tal Evaristo, natural de un pueblo del suroeste madrileño (Navas del Rey, creían), que acabó viviendo en Leganés y que se hizo con este secreto durante su servicio militar en África, secreto que aplicó en un negociete que tenía en Leganés y en donde Julián, el alma mater del Peña, comenzó su vida laboral siendo muy joven. Julián creció y aprendió. En todo caso, sea cual sea la versión correcta, la receta caló y en varias casas de comidas se ofrecía esta especialidad. Lo hizo tanto que realmente Leganés se hizo con una particularidad. La Peña, asentado en la planta baja de un edificio de varias alturas, estuvo mucho antes en una casa baja toda entera para él. Hablamos de los años cincuenta del siglo XX. Después llegó la construcción del edificio, pero el negocio se adaptó al nuevo escenario. Y hasta hoy mismo, sobreviviendo a todos sus rivales y quedándose en solitario. Eso sí, cerrando los miércoles salvo que caiga en festivo. Caiga quien caiga. Incluso el fútbol. Son los privilegios inherentes a la tradición.

La Peña está practicamente igual que siempre.Frescos oscurecidos por millones de bocanadas de humo emanadas de gargantas satisfechas del festín, percheros con pezuñas de cérvido, manteles y servilletas de papel, licencia para comer con las manos sin remordimientos… incluso jarras de metal para mantener fresca la cerveza. Y el ajimoroji, por supuesto, una particularidad que lo hace casi único y provoca sucesiones de miga de pan en busca de un saboreo más intenso. A La Peña se va a comer pollo y sobre todo conejo. No en vano muchos conocen a este restaurante como "La casa de los conejos". Ahora bien, ¿es barato? No especialmente, pero tampoco es un robo. Es lo que es. Y es para ir en grupo, con su sucesión de postres (al loro el pijama), cafés, digestivos y cubatazos. Así se disfruta más, por la compañía y el cachondeo. Los camareros, la mayoría frisando los cincuenta y pico (el maestro, el Vice, el enteraíllo...), son zorros viejos, guasones, diligentes, prácticos y enrrollados. Y eso también hace un poco mejor a La Peña. En la calle Juan Muñoz de Leganés.

Leganés. Ubicación geográfica. Esta localidad del sur de Madrid regada por el arroyo Butarque fue décadas atrás una importante huerta con tanto renombre como la murciana que se evaporó con su conversión en ciudad dormitorio e industrial. Durante muchos años fue un importante centro militar, con una gran base de infantería mecanizada que en 1991 fue trasladada a Extremadura y también otra de legionarios. De esta segunda presencia, leemos, emanó el espíritu del ajimoroji: una técnica de cocina de inspiración musulmana que fue transmitida por los soldados tras sus experiencias en el norte de África. [Mapa VíaMichelín]

En la calle Juan Muñoz de Leganés, compartiendo ambiente con la plaza de París, en pleno centro urbano, encontraremos el Bar La Peña, también conocido por muchos como El Bar de los Conejos. El Cercanías o el Metro no pillan nada lejos. [Mapa VíaMichelín]

El Bar La Peña. Accesos.

El Bar La Peña.

Bar La Peña. El recinto más propiamente bar, antesala de los salones. La estética es clásica, en el sentido que se conserva como siempre con alguna pequeña innovación. La pared de la barra, la misma que vende mecheros y lotería, idolatra al futbolista Raúl González y a los toros. En el borde de la barra, de esas metálicas de siempre, aparecen los motes de los camareros que curran aquí. Es importante decir que no reservan y que a ciertas horas hay que hacer cola. ¡Así es su histórico éxito!

Al fondo se contempla el salón. Justo a su derecha, la cocina. Sí, no será raro salir oliendo a humo, a fritanga de la buena aunque sea tibiamente, aunque no nos demos cuenta.

Bar La Peña. La barra y su mundo. Ahí se aprecia bien el detalle de los camareros.

Menuda estampa...

La maquina del café y la lista de precios en plan carnicería de mercado de toda la vida...

El suelo, otro mítico. Reformas lo que se dicen reformas... pocas. Y no pasa nada.



El salón del Bar La Peña. A mano izquierda hay unas escaleras que conducen a una planta superior semiterraza. En primavera y verano suelen habilitarla. Muchos fines de semana están hasta arriba a mediodía.

El salón del Bar La Peña. La acristalada cocina es fuente de unos fogonazos bestiales. ¿Uno de los secretos de ese sabor inconfundible? Cuentan que era uno de los sitios más visitados por el jugador de fútbol Makukula.

Percheros que aprovechan las patas de una cabra, un jabalí, un gamo o un ciervo convenientemente preparadas como ganchos. Toda una particularidad.

La lista de precios. La ración de conejo (en noviembre de 2012) sale por 15 euros en la mesa, algo más barata en la barra de fuera. Como decíamos no es un sitio especialmente económico, pero tiene la gracia de la preparación y del sabor.

El salón del Bar La Peña, el superviviente. El conejo al ajimoroji tuvo otros templos en Leganés, pero fueron desapareciendo y sólo ha sobrevivido, y además lo ha hecho con bastante integridad de cómo ha sido siempre, La Peña. Un ejemplo era el Carriches, en la cercana plaza de la Fuente Honda. La gran casa de campo de dos alturas donde se asentaba fue derribada.



Apilando sillas después de un largo día de curro y esperando que los últimos terminen... Ahí se aprecia el que, posiblemente, es el gran añadido del local: una enorme cámara frigorífica. Normal, mucha demanda y al final mucho género para almacenar los suministros suficiente para hacerla frente.

El pan, bollitos característicos. De toda la vida la estética y dimensiones han sido las mismas para los bollitos o para las pistolas.

El detalle de los manteles, de papel. Hay que ser prácticos. No ganarían para detergente si tuvieran que quitar las manchas de las salsas, aceites, vinagres, cervezas, vinos, cafés, licores y espirituosas.

Cada restaurante tiene sus tiempos. En La Peña son de esos tranquilos pero activos, relajantes por intensos y placenteros. Las buenas compañías siempre ayudan, claro. Y La Peña es para venir con grupos de confianza y lazos firmes para estrecharlos mientras llegan o se comparten los platos. Festivos, celebraciones, simples reencuentros... La Peña es una meca para todos esos momentos. Damos fe de que por este local ha tenido una clientela de padres a hijos durante estas décadas de recorrido.

La ensalada, para compartir. Con la carne, y más como la cocinan aquí, no viene nada mal.

El cochifrito, plato de 15 euros en la mesa (son más baratos en la barra), para compartir. Y al ajimoroji, claro.

El conejo, otros 15, para compartir. Esto sí que es un ajimoroji sensacional. Una radical vuelta de tuerca al simple conejo al ajillo. Es mucho más.

El pollo. Fritanga power. Otro de los platos más demandados por la clientela.

No puedes dejar de mojar pan y te dejas llevar para comer sin complejos y tan a gusto con las manos. El sabor es, literalmente, único. La tentación de intentarlo en casa sucumbe ante la certeza de que el resultado no es exactamente igual. La Peña tiene un toque exclusivo.

El ajimoroji, entendido en el buen sentido, tiene un gran poder adictivo para el paladar al que le gusta. Un sabor único, fuerte e intenso producto del flambeado de aceite, vinagre, ajo y perejil.

El pijama no es el único, por supuesto, pero es el gran postre que ofrecen en La Peña. Resulta curiosa tanta nebulosa sobre su origen histórico y geográfico. En Cataluña se reivindica como propio y también se dar por cierto que se popularizó gracias a las bodas a finales de los ochenta y primeros de los noventa del siglo XX. Del nombre, quizá un chispazo anónimo que prendío con rapidez. En todo caso, una bomba de calorías con piña y melotocón en almibar, fresas, helado, flan y nata montada.

... y voló. Bombazo de calorías.

Los camareros, todo el día repasando sus cuentas. Un micromundo peculiar el de esta gente, unos clásicos de la casa que le dan a La Peña mucho más encanto. Incluso tienen sus motes y sus espacios en la barra...

Los sitios del maestro y el presi.

Este es el "muelle de atraque, carga y descarga" del Enteraíllo. Son lugares teóricos, claro.

Las consecuencias en el lugar del sinietro...

El mítico logotipo del Peña, el Bar de los Conejos a secas. Por orientar al personal: cuatro bandejas, seis cervezas, agua mineral, un superpostre, cuatro cafés, dos licores y dos copas ascendieron a 87,9 euros entre cinco personas. Por cabeza 17,58 euros. Realmente no está nada mal.