A los pies del Monte Bianco, el Mont Blanc, gracias a un funivia de vértigo (mayo de 2009)



Aunque su nombre suene a francés, y efectivamente no nos equivocamos, el pueblo de Courmayeur es tan italiano como Roma, Venecia o Turín. Estamos en el Valle de Aosta, el rincón más francés del país transalpino, un lugar especial que incluso en su parte norte, lindando con Suiza, esconde un par de enclaves en los que se hablan dos dialectos alemanes. Son las cosas de una zona rodeada de montañas que, en muchos casos, superan los 4.000 metros: una muralla pétrea que siempre dota de una carácter especial a los que por allí residen. En tan peculiar muro ningún eslabón tan firme como el del Mont Blanc, el Monte Bianco, frecuente fuente de noticias trágicas por los montañeros que en él se dejan la vida por una pasión.

Aunque la cantidad de excursiones y visitas que pueden hacerse en el valle es enorme, en esta ocasión, la primera en la que este blog cruza las fronteras ibéricas, nos vamos a centrar en una especialmente gratificante: la experiencia de ascender en el Funivie del Monte Bianco. La jornada puede ser redonda si es posible hacer todo el recorrido completo, ya que Chamonix, en suelo francés, y Courmayeur, en el italiano, están unidas por una línea de funicular que, a través de varios trasbordos, une los dos lados del Macizo del Mont Blanc. En los días que viajamos a la zona, a finales de mayo de 2009, no era posible completar toda la travesía al estar cerrado el lado galo. Pero optamos por poner a prueba nuestro vértigo y llegar hasta Punta Helbronner, en el “lado” italiano; un tramo abierto en 1958. Desde Punta Helbronner, a 3.642 metros, hay unas vistas espectaculares de los 4.180 metros del Monte Bianco, el que al otro lado de la frontera es el Mont Blanc, pero que en ambos es el techo de los Alpes. Sería injusto no decir que las vistas realmente son impactantes allá donde nos alcanza la vista. Los montes más altos de la vieja Europa. Desde aquí se pueden contemplar el Cervino, el Monte Rosa o el Gran Paradiso, todos ellas cumbras de notoriedad mundial que, en el día de nuestra visita, destacaban aún más: moles que aparecen, como de la nada, entre un mar de nubes. A sus pies, uno se siente insignificante. No puede ser de otra forma.

Nuestra jornada no pintaba climatológicamente muy bien: un cielo gris y una lluvia intermitente hacían presagiar con pasar un día bajo techo, bebiendo algún caldo caliente o ese lícor de hierbas típico aostano de alta, altísima, graduación: la ginepri. Aún así, en el núcleo de La Palud (es una entidad de población que pertenece a Courmayeur), compramos los “billetes” para subir al Funivie y pasar los tornos que permiten los transbordos. Hay varias tarifas y posibilidades, pero la más cara, la que une Italia y Francia, cuesta 50 euros por cabeza. Nada prohibitivo. Mientras aguardábamos nuestro turno en la salida del funicular, entramos en la cafetería de enfrente para disfrutar de un buen capuccino. Desgraciadamente las nubes no nos dejaban ver hacia dónde debíamos subir: por lo visto, si el tiempo lo permite, sí se perciben algunos montes desde la estación del Funivia. No tuvimos que esperar mucho, aunque delante nuestro aguardaban unos cuantos esquiadores ávidos de pistas no aptas para inexpertos. Pero todo llega y pronto iniciamos esos 2.000 metros de desnivel que separan La Palud (a 1.370 m) de Punta Helbronner (a más de 3.600 m). De los bosques de la zona baja, donde incluso alguna que otra marmota se dejaba contemplar, a las zonas de las nieves eternas. Unos veinte minutos de trayecto que incluye dos “paradas” intermedias: a los 2.178 m llegamos al Pavillon du Mont Frety, donde hay que abandonar la cabina que traíamos y entrar en otra, que suele estar esperando, para proseguir el viaje en el siguiente tramo, hasta los 3.329 metros del Rifugio Torino, en el llamado Colle del Gigante. En el Mont Frety se puede visitar una especie de parque botánico sobre la fauna alpina... y también un restaurante de "altura".

Un último trasbordo nos deja en una cabina de menor capacidad. Según nos explicó el operario que “conduce” la misma, en un agudísimo italiano al estilo Rafaela Carra, son más pequeñas por un tema de seguridad: estamos en una zona donde que el viento sople con ganas no es algo desconocido. Esta parte del viaje nos resultó muy atractiva porque, de golpe, ascendíamos rodeados de una espesa neblina en la que no se veía nada. Y las nubes grises que colgaban del fondo del cielo allá abajo estaban ahora, blanquísimas y brillantes, bajo nuestros pies, como una enorme fuente llena con nata montada, como un gigantesco mar de algodón. Más arriba, emergía Punta Helbronner. Veíamos perfectamente a dónde teníamos que llegar y eso, junto al aire que soplaba, imponía aún más. La pendiente es altísima y el funicular no parecía llegar nunca a su destino. En Punta Helbronner, un pequeño techo en el mundo, el aire hace daño y arrastra pequeños copos bajo el sol. Las temperaturas son bajas. Cuesta quitarse el guante para hacer una foto e inmortalizar el momento; pero cuesta más dejar la piel al fresco: enseguida surge una sensación de entumecimiento. Y debe ser por la altura, pero las pilas duran, como dicen en Extremadura, un verbo. Eso sí, lo justo para hacer una buena cosecha fotográfica que inmortalice el momento. La nieve parece una alfombra. Ni una mácula, sólo alguna que otra roca que emerge salvaje desde el fondo de la tierra. Los glaciares, en su pleno esplendor. El Mont Blanc, tímido, tapado por las nubes.

Hay un par de estructuras metálicas que, habilitadas como terrazas, son un excelente mirador. Pero hay que moverse con cuidado. En cualquier peldaño puede surgir un resbalón ante la nieve y el hielo. Eso sí, en ningún momento pudimos dejar de pensar cómo diantres se las apañaron para subir los materiales hasta aquí. Que lo lograron, no hay evidentemente dudas. La percepción que uno saca es que la Helbronner es como un búnker. Pero un búnker especial. Frente a un mirador, se levante un pequeño Cristo crucificado: il Cristo della punta Helbronner. Tiene un museo en el que se cuenta cómo y cuándo nacieron los alpes y se exponen muestras de los diferentes tipos de roca que los forman. Y un pequeño bar, que también hace las veces de tienda de recuerdos. El café, en vaso de plástico de los pequeños y palo para remover el azúcar, sabía a gloria, aunque no era precisamente barato (creemos recordar que entre dos y tres euros). Un capricho en las alturas. Y después de lanzar una última mirada panorámica, respirar hondo y sentir el frío en los pulmones, como han hecho muchos famosos y algún que otro sumo pontífice, volvemos a la zona de embarque para proceder con el descenso hasta La Palud y superar otra vez más nuestros incorregibles vértigos a las alturas y los balanceos. ¡Pero habrá que volver a completar todo el recorrido!

Mont Blanc o Monte Bianco, según la vertiente y el idioma. Plano de ubicación geográfica. Esta experiencia tiene lugar en el Valle de Aosta italiano.

El día ha salido revoltoso. Las jornadas claras de buena climatología permiten ver el Mont Blanc, con una estampa de postal, desde puntos más interiores del Valle de Aosta. Ni es el caso hoy ni tampoco parece que se pueda contemplar desde más cerca. Ahora bien, aún nos queda el milagro de las nubes...

Por la carretera hasta La Palud, donde se encuentra el Funicular del Mont Blanc. Zona de montaña. Asfaltos mareantes.




Enorme mapa, junto a las taquillas de La Palud (1.375 metros). Justo enfrente de este cartelón, hay un bar muy agradable para tomarse un buen capuccino y un pastelito.


El funicular comienza su ascenso por encima de los últimos tejados de La Palud.


Un día lluvioso y nublado; un cristal muy "cascado".


Comenzamos a ganar perspectivas sobre este pequeño valle.


Y más altura, y más, y más...


Aparece la neblina y cada vez es más densa. Haremos una primera parada, y cambio de "vagón" en Le Pavillion, a 2.173 metros sobre el nivel del mar.


El mundo a nuestros pies. En tan peculiar periplo tendremos la oportunidad, relativamente fácil, de ver a las marmotas en su perezosa actividad. Incluso corzos trotando por las laderas.


¡Menudo vértigo!


Ganando altura sobre las rocas... Mejor no pensar en caerse por aquí.


El "conductor" del vagón: controla la radio, se encarga de cerrar y asegurar las puertas y controla la carga y descarga de pasajeros. Están inmunizados contra el vértigo, ya que al día hacen este recorrido unas cuantas veces.




Las nubes se empiezan a disipar y se intuye un intenso cielo azul y algún que otro monte nevado.


Simona, nuestra guía, mirando por el ventanal al poco de abandonar la niebla. Aunque viva aquí no puede dejar de maravillarse por la hermosura de los milagros de la naturaleza.


Una impensable mole rocosa comienza a ganar nitidez.


Contraluz de pasajeros "flipados" sobre un mar de nubes.


El funicular.


Ya sabemos dónde estamos. Y hacia dónde vamos. El rifugio Torino se encuentra 3.375 metros sobre el nivel del mar.


Indicaciones sobre el "Funivia".


Punta Helbronner, vista desde el Refugio Torino. ¿Cómo se las apañarían para currarse toda esta instalación? Este tramo será desmantelado para remodelarlo y ofrecer, a partir de 2014, un servicio más moderno y seguro.




El Mont Blanc, o Monte Bianco, tapado por una inoportuna nube.


Otra vista del Mont Blanc; la nube parece estar anclada.

... Como no se va, toca inmortalizarse con la nubecita eclipsando la cumbre.


El Mont Blanc y el Cristo.


El Cristo, con más detalle. Se puede apreciar, como curiosidad, que lleva en el pecho cuerdas de escalada.


Un carámbano de hielo, visto desde el interior del Museo de minerales alpinos. A continuación, un vídeo sobre este museo, y otros aspectos de la ruta, en italiano y obra de la compañía que explota su rendimiento comercial.




Un precioso mar de nubes como de algodón en el que dan ganas de tirarse encima.


Enorme moles rocosas de formas puntiagudas aparecen entre las nubes.




El Dent du Gèant.

Un posado sobre el mar de nubes.


Un turista fotografía el mar de nubes que se extiende a los pies del Mont Blanc.