De pueblos por el Müllerthal, la Pequeña Suiza Luxemburguesa (mayo de 2009)



El Gran Ducado de Luxemburgo, floreciente meca de los negocios financieros, concurrido paraíso fiscal y potentísimo motor del sentimiento europeísta, no pasa por ser uno de los destinos más publicitados del Viejo Continente. Y sin embargo, tras esa facha de próspera meca de todo lo económico que confirma su boyante parque móvil, se esconde un país que también tiene posee su faceta rural con un gran componente paisajístico y un no menos interesante patrimonio artístico y arquitectónico de aires medievales. Un rincón peculiar allá donde se mezclan la cultura latina de los franceses y la germánica de los alemanes. Administrativamente, Luxemburgo se divide en tres distritos (Dierkich, Luxemburgo y Grevenmacher) que, a su vez, se subdividen en total en 12 cantones. Geográficamente, podríamos considerar otra división en función de áreas que podríamos considerar "regiones" o "comarcas". Una de ella, la que se extiende por el sureste de este minúsculo país de menos de 100 kilómetros de norte a sur y algo más de 50 de este a oeste, es el objetivo de este post: la llamada Pequeña Suiza Luxemburguesa, o Müllerthal. El país de los bosques frondosos y las piedras milenarias de formas caprichosas. Gracias a Anabella, nuestra amabilísima anfitriona portuguesa en la capital del Gran Ducado, y la eficiencia de su Volkswagen Polo, el naranjita, pudimos sumergirnos en sus campos que combinan pastos y colzas, en sus pueblos de inspiración medieval, en sus densos bosques de vivos colores. Es la mejor forma que tiene el viajero inexperto en lides luxemburguesas para disfrutar esta "pequeña Suiza".

La primera parada es el pequeño pueblo de Larochette, enclavado en un pequeño valle y célebre por los restos de su castillo, que más bien puede recordar a una fortaleza o un palacete derruido, y las infraestructuras defensivas que emergen en el monte de enfrente. También es muy destacable la colonia de emigrantes portugueses que habitan en esta villa (como en todo el país en sí, claro; en el censo de 2001 se cifraba la colonia lusa en 58.657 personas), tan fuerte que incluso el club de fútbol local, creado en 1935, se llama AS Rupensia-Lusitanos tras su fusión con una entidad fundada por oriundos lusos. O tan fuerte que incluso se imparte una misa en el idioma portugués. Desde los restos de la fortaleza que tienen sus orígenes en el siglo XI, obtendremos unas perspectivas privilegiadas sobre un entorno dominado por toda la gama posible del color verde. La entrada al recinto no es gratuita. Durante nuestro paso la plaza principal albergaba una feria medieval muy animada que resultada difícil de olvidar, como también será recordada para los restos la esbelta Iglesia de San Donato, del siglo XIX. No muy lejos del casco urbano, como a unos tres kilómetros, se encuentra otro castillo, el de Meysembourg, de propiedad privada y no accesible al público.

La Müllerthal o Pequeña Suiza Luxemburguesa. La ubicación geográfica del país le incluye dentro del corredor poblaciónal denominado Banana Azul o Dorsal Europea.

Desde Larochette Anabella nos conduce a uno de los rincones turísticamente más concurridos de Luxemburgo: la Schiessentümpel. Esta cascada, que más bien es un pequeño salto de las aguas del Schwarze Ernz, se encuentra muy cerca de Müllerthal, la población que le da nombre a la región y meca del turismo de cámpings y autocaravanas. La magia de la Schiessentümpel, anexa a una sinuosa pero excelente carretera, está en el entorno: un frondoso bosque, el de Seitert, lleno de contrastes; un paraíso para los senderistas. Como es uno de esos soleados días de cielo despejado y astro rey radiante que tanto cuesta encontrarse en el centro de Europa (apenas unos días antes el tiempo había sido mucho más adverso), optamos por comer en el campo. No son pocos los merenderos que las instituciones locales han repartido en una suerte de áreas de descanso que se distribuyen a lo largo de una extensa red de cuidados senderos. Tan cuidados que incluso las zonas con mayor desnivel cuentan con una especie de escalones de madera. No se toman a broma el turismo verde por estas tierras. Realmente estamos en una zona en la que cada pocos cientos de metros bien merece la pena hacer una parada. El frescor del bosque, el soniquete del agua que corre en algún lugar, los pájaros,… Nuestra parada tiene lugar en el merendero de un pequeño claro junto a la carretera que nos lleva a Beaufort y en el que podemos disfrutar de la particularidad de la roca de la zona. Son piedras ennegrecidas por la humedad, que visualmente parecen mojadas pero están secas al tacto, de superficie porosa, pero suave, y sobre las que se agolpan los helechos y los musgos.

Después del tentempié, la carretera gana altura para abandonar los bosques y entrar en un altiplano dominado por verdes praderas cultivadas en las que las flores amarillas de la colza contrastan sobremanera con el pasto eléctrico de otras zonas. En el horizonte, el núcleo de Beaufort, poseedor de otro castillo, más bien palacete, bastante discreto en cuando a su posición. Porque el de Beaufort no es un castillo que se levante sobre lo alto de una peña desde la que controlar todo el entorno, no. Éste se construyó en una hondonada, como a las afueras. Un rebaño de ovejas típicas pasta en los prados circundantes y en la entrada, una pequeña tienda ofrece licores típicos de la zona, tanto vasos como botellas. Los ingresos se destinan a mantener el recinto, donde podemos encontrar un pequeño museo sobre la inquisición. Tras descubrir el castillo, deshacemos nuestros pasos hasta Müllerthal, donde tomamos otra revirada carretera encajonada entre moles pétreas e intensos bosques para alcanzar Berdorf. En esta ocasión el objetivo no es este pequeño pueblo, que conocemos desde el coche, sino el incomparable y mágico entorno del denominado Siewenschlüff (o Sieweschloeff), una especie de acantilado pétreo sobre el valle del Schwarze Ernz, el Süre y el territorio alemán. Para alcanzarlo, debemos sumergirnos en un tupido bosque lleno de matices lumínicos y atravesar una zona rocosa en la que la erosión de siglos ha conformado una serie de corredores y galerías denominados Las 7 Grutas (las Siewenschlüff, propiamente). Una de ellas es tan estrecha que en su entrada se avisa de las “dimensiones máximas”; y realmente . Tanta caída tiene la zona que ésta y otras vecinas (los acantilados son kilométricos) son destino predilecto de los amantes de la escalada, cuya práctica se puede contemplar a cualquier hora del día. De todo este viaje, sin duda, el lugar más mágico.

Desde Berdorf ponemos rumbo a la Vile d´Echternacht, la ciudad más antigua de Luxemburgo y destino que, de paso, nos permitirá una parada adicional. Porque, de camino, las praderas de eléctricos verdes, las mismas que periódicamente están salpicadas de bosques que se intuyen frondosos, se hunden, se quiebran y se deforman ante la irrupción de oscuras y porosas rocas. Un precioso paisaje ondulado de esos de clásica ciclista mientras la carretera desciende a una especie de cañón alimentado por las aguas del Aesbach y el Haalsbach y disimulado por una intensísima vegetación de vivos colores desde los helechos de la base hasta las copas de los árboles más altos. Unas enormes murallas de piedra, hijas de tiempos muy pretéritos en las que las aguas moldearon el actual paisaje, nos acompañan en el entorno. Un mirador, el de Perekop, nos permite comprobar el intenso trabajo del líquido elemento y la frondosidad de los bosques. Las alturas de unas auténticas caídas libres son de vértigo, como también la escalinata que, aprovechando una grieta en una enorme roca, asciende hasta ese mirador. El agua erosionó estas piedras y creó una suerte de torre, bastante frondosa por cierto, con más de 40 metros de altura.

Repuestos, retomamos el camino hacia Echternacht. Considerada la ciudad más antigua de Luxemburgo, esta ciudad de menos de 5.000 habitantes sorprendente por la intensa vida de sus calle. Echternacht crece junto a las aguas del río Süre (o Sauer en alemán), el mismo que en este punto marca la frontera entre el Gran Ducado y Alemania. No muy lejos, todo sea dicho, queda la Lorena (Lorraine) francesa. Y si a esto le unimos una historia marcada de tiras y aflojas, pues podemos encontrarle una explicación a la nomenclatura francesa de algunas calles y a la germana de otras. El propio nombre de la ciudad, visto en la tapa de una alcantarilla, resume esta dualidad idiomática. En Luxemburgo son idiomas oficiales tanto el alemán, como el francés y el luxemburgués; y un porcentaje de la población muy alto es trilingüe. Lo cierto es que Echternacht, coqueta pero intensa, cuenta en sus afueras con unos restos romanos que confirman la antigüedad de una existencia que cobró energía en torno a un monasterio medieval. Sin embargo, su peatonalizado centro, su actividad comercial y sus cuidadísimos parques, le aportan mucha vida. Un poco de sol basta para que la gente ocupe las calles, las terrazas y las heladerías. Y por disfrutar, pues un café con el mejor sabor del portugués. Porque como la colonia lusa es amplia, tanto que incluso se imparte portugués en la escuela, tanto que las camisetas del Oporto, el Benfica, el Sporting Club o la seleçao son numerosas, por estas cuestiones, decíamos, es posible disfrutar de un pringado en un bar regentado por portugueses. En algún lugar leímos que la integradísima colonia portuguesa supone un 15% de la población del Gran Ducado.

La Rue de la Gare, peatonalizada y engaladada con hermosas farolas y coquetos maceteros, es el principal eje del centro histórico, donde se concentran la mayoría de las tiendas de moda y los bares. Esta calle muere en la céntrica Place du Marche, donde a poco que salga el sol es fácil encontrar una mezcla de cicloturistas, moteros, turistas que han dejado su autocaravana aparcada en las afueras y locales que se toman una pausa en sus obligaciones para leer el periódico. Aunque tapada por el saliente viejo edificio del ayuntamiento, anexa a esta plaza se encuentra una prolongación de la anterior presidida por el Hotel de Ville (ayuntamiento) y una fuente de los deseos. Al lado podemos intuir la iglesia de la abadía de Willibrord, posiblemente el edificio más solemne de la ciudad, pero que no deja de ser una reconstrucción. La Segunda Guerra Mundial se cebó con esta zona y destruyó muchos de sus atractivos. En la actualidad, todo el recinto de la antigua abadía, iglesia incluida, forman parte de una escuela. Un entorno tan impresionante que más bien podría resultar propio de una universidad o similar. Pero no, es una escuela. Y como muestra de la colonia lusa, allí se imparte la lengua de Camoens. Junto al recinto educativo se encuentra uno de los cuidadísimos parques de esta pequeña ciudad. Céspedes intentos, muy uniformes, salpicados con coloridas flores amarillas, rojas o azules junto a las tranquilas aguas del Süre y la frontera. Un camino junto a la orilla por el que pedalear, patinar, correr o sencillamente pasear completa esta atractiva parte de una Echternacht de la que nos despedimos, como también de este distritito de Grevenmacher (uno de los tres de Luxemburgo) del que forma parte.

Siguiendo el curso del Süre, disfrutando de sus pueblos con la mitad del casco urbano en el lado alemán y la otra en suelo luxemburgués, con los cada vez más comunes meandros del río y las cada vez más crecientes colinas colindantes, entramos en el Distrito de Diekirch. En su capital, del mismo nombre, se fabrica la cerveza que lleva el mismo nombre y que es muy común en todo el país. En Diekirch, un ciudad cuya mascota oficial es el burro (su imagen está repartida por calles, fachadas y fuentes), el ejercito luxemburgués tiene sus cuarteles centrales. Y En Diekirch, camino de nuestro siguiente destino, vivimos una situación curiosa que nos permitió comprobar el afable carácter de los nativos: acabamos circulando en dirección prohibida por error, los coches que venían de frente (todos de alta gama, por cierto) nos avisaron y esperaron a que se corrigiera el rumbo… ¡sin pitar ni gritar!

Decíamos que íbamos camino de nuestro siguiente destino, que no era otro que Vianden. De nuevo nos acercamos a la frontera con Alemania y lo hacemos en un paisaje orográficamente quebrado, en el que la buena carretera dibuja una curva tras otra escoltada por prados cultivados y bosques. Tras una curva en la que la pendiente se vuelve negativa emerge, en la cima de un monte cercano, el espectacular castillo de Vianden. Un recinto que, por sus torres, por su concepción total, bien podría haber inspirado a Walt Disney. No nos consta esto; lo que sí, que junto al castillo pasa uno de los ramales centroeuropeos del Camino de Santiago. Ahí es nada. Para entrar al recinto cobran entrada, unos 5 euros los adultos, pero cuando anduvimos por sus pagos estaba cerrado por unas pequeñas reformas. Vianden apenas tiene 1.500 habitantes, pero rebosa vida. Varios negocios hosteleros de estética medieval nos permiten intuir que es un destino turístico interesante para un perfil de gente veterana y con buenos sueldos. Los coches que nos cruzamos lo confirman. Pero además de la quincena de hoteles del pueblo (nada mal para su tamaño), también hay más económicos campings y albergues juveniles. El núcleo urbano, estéticamente muy uniforme y respetuoso, tiene dos partes. Una, la alta, a los pies del castillo. La apariencia de este “barrio alto”, realmente ciudad medieval, es la típica de los viejos pueblos en pendiente: calles estrechas, fachadas estrechas… Restos de murallas en las colinas cercanas nos avisan de que en otro tiempo esta zona estuvo completamente amurallada. La Grand Rue, calle principal que atraviesa el pueblo, una buena rampa empedrada, nos deja en el antiguo puente que atraviesa las aguas del río Our (Pont du Vianden).

Estamos en el Vianden bajo, más “moderno”, llano y con casas más amplias. Es el Vianden, por cierto, donde habitó el escritor francés Víctor Hugo. El pueblo presume del francés y la que fue su residencia en 1871, junto a la iglesia de San Nicolás (levantada por los templarios en el siglo XIII, aunque varias veces reconstruida por incendios y otras fatalidades), acoge un museo. Enfrente, al lado del puente sobre el Our, una estatua se encarga de recordar que el genial literato galo ha sido también uno de los ilustres de este histórico núcleo urbano. Otro atractivo de Vianden es el teleférico que une el valle labrado por el Our, a 200 metros, y los montes en los que descansa su castillo, a 450 metros: el único existente en el Gran Ducado. Un paseo fluvial nos ofrece negocios de restauración con un aliciente extra bastante seductor: las espectaculares vistas sobre el castillo, las montañas colindantes, el puente, el pueblo y el curso del Our. Y todo ello mientras atardece. Nada como una Diekirch bien fresquita para celebrar tan sutil belleza visual e ir festejando un intenso día de turismo por el este de Luxemburgo. ¡Un brindis por Vianden! ¡Y por Anabella y su hospitalidad!


El 'naranjita', nuestro eficiente medio de transporte por el Gran Ducado y el corazón de Europa...


Carreteras escoltadas por esbeltas arboledas.


La plaza principal de Larochette, con la torre de su iglesia al fondo.






San Donato, en Larochette.


El "castillo" presidente un monte cercano.


Larochette, desde el acceso al recinto 'castelario'.




Curiosas formas de las rocas sobre las que se asienta el castillo.


Otra perspectiva sobre el núcleo urbano de Larochette.


Los accesos.


Los restos.



Un posadito para la posteridad.


La hojarasca se acumula en el lecho de un bosque de marcados tonos verdes.


Las aguas del Schwarze Ernz.


Rumbo a las cascadas.


Bonito puente el que salva las mediáticas schiessentümpel.


El curioso salto de agua que tantas cámaras de fotos inmortalizan al día.


... Y las aguas siguen su rumbo hacia el sureste.


Sendero bien acondicionados.


Bosques que parecen más propios de un planeta del imaginario de Stars Wars.


Las erosionadas piedras, tan protagonistas.


¡Viva el verde!


Menuda zona para practicar el cicloturismo... Los hermanos Schleck estarán encantados.


Contrastes en un precioso día.


Beaufort, en el horizonte.


El atípico castillo de Beaufort.


Otra perspectiva del castillo, desde su patio de armas.




"Somos los e, e, e, e, eeewoks...".


La erosión siempre moldea formas curiosas en la roca.


Una de las estrechas siewenschlüff.


El corredor más estrecho de todos. Mi primo Diego no pasa por estar precisamente gordo.


Otra vista de uno de esos siete pasadizos.




Parte final de los corredores, cerca de un magnífico mirador.


¡Menudas vistas!


Los "miradores" cercanos. Toda esta zona es un gran acantilado.


Contrastes, rocas y luces.


Una joya de la automoción europea todavía en activo: el famoso tiburón.




Angosto y empinado acceso al mirador de Perekop... ¡Menos mal que colocaron una barandilla!


Sí, son dos personas. ¡Menuda caída la del Perekop! A ojo, medio centenar de metros.


Un panel explica la génesis de estas "hoces" y cómo son en la actualidad.


Retorno hacia el coche por un camino "relativamente" más accesible.


Tapa de alcantarilla en Echternach.


Rue de la Gare.


Llegamos a la Place du Marche.


Place du Marche (2).


Moteros, turistas y cicloturitas en la Place du Marche (3).


Place du Marche y el viejo ayuntamiento.


El viejo edificio (de detalles góticos) del ayuntamiento.


El "nuevo" edificio del ayuntamiento, más clásicista y anexo al anterior.


Bandera por un Tibet libre en la fachada de un restaurante... no de comida china, precisamente.


Contrastes: un cajero electrónico entre viejas columnatas y firme empedrado.


La restaurada iglesia de la Abadía de Willibrord.


Iglesia de la Abadía de Willibrord (2).


Edificios y patios anexos a la abadía que hoy en día albergan una escuela.


El patio de la escuela... y sus vistas hacia Alemania.


El Orangerie, un parque y un edificio de inspiración francesa y levantado a mediados del siglo XVIII. Se encuentra junto a la Abadía.


Parques junto a la Abadía.


Otra vista del parque anexo a la abadía.


Paseo fluvial junto al Süre. A la izquierda, Alemania.


Paseo fluvial junto a las aguas del Süre. En la otra orilla, que se intuye enfrente, el estado alemán.


El paisaje que nos acompaña en nuestro viaje camino de Diekirch.


El paisaje se quiebra y, tras una curva, aparece el castillo de Vianden. Impactante.


Bienvenidos.




El "naranjita", en el aparcamiento cercano al castillo.




Vistas del medieval "casco viejo" de Vianden desde el acceso al castillo.


El acceso al castillo.


Aquí se aprecia que el conjunto está bastante restaurado. ¡Los años no pasan en balde!


El cartel anunciador de que por aquí también pasa el Camino de Santiago.


Detalle del cartel de tramo luxemburgués del Camino.


Precioso, sencillamente.


El castillo en lo alto. El pueblo "más nuevo" abajo, junto a las aguas del río Our. A la izquierda se intuye el arranque del teleférico.






Escultura en el Pont du Vianden.




Iglesia de San Nicolás.




La Diekirch, una de las cervezas del Gran Ducado.