¿Quién no ha escuchado alguna vez algo de los Caños de Meca? (agosto de 2010)



Aún sobreviven algunas de las cosas que convirtieron a los Caños de Meca en un destino para inmensas minorías, un destino que sedujo y convocó a muchos por sus connotaciones underground, altenativas, hippies o simplemente desinhibidas. Pequeñas calas escoltadas por pequeños acantilados y de accesos revirados. Playas de hermosas puestas de sol y aguas fresquitas. Y por qué no decirlo, dada la cercanía a Marruecos, una zona con facilidad para acceder a algunas sustancias que realzaban el acercamiento sensorial a los manantiales (caños) de agua dulce que reforzaban cierta aureola mística a un lugar que, para colmo, bautizaban. Así es como se cuenta que fueron esos tiempos.


La playa del Pirata, un chiriguito y parte de la "descendente" terraza de
La Jaima, que realmente abajo del todo tiene un nombre propio: Mecarola.


Llegando a la pedanía de los Caños de Meca, viniendo desde Conil, El Palmar y Zahora, por la transitadísima A-2233. El margen izquierdo entre la urbanización Cabo de Trafalgar y Caños de Meca es una sucesión de tiendas de artesanía, cámpings y locales de marcha.


Muy desapercibidos tanto el núcleo de Caños como el monte de Meca, sólo perceptible por la gran masa boscosa.


Artesanías en plan hippie...


... y maniquís felicísimos, más propios de
V de Vendetta.


En la calle principal de Caños de Meca ( que durante un buen trecho también es la carretera que une Barbate con Conil hasta que la abandona en una empinada curva) se suceden los buenos garitos de aires alternativos y ricos cóckteles.


Uno que vino, vio, se enamoró y se quedó, montando su particular espacio. Estas casas no se suelen alquilar en verano porque, sencillamente, son las viviendas habituales de muchos seducidos por el entorno.


Construcciones peculares en Caños de Meca. Funcionalidad con un inclasificable toque de choza. Quizá sea útil, o tal vez sea un simple recurso ornamental sin mayor trascendencia.

Aún sobreviven, sí. Pero los Caños de Meca ya no son lo mismo y sólo unos poco pioneros nos podrán hablar de esos primitivos Caños. La fuerza del turismo. Su poder de convocatoria, esa fama y ese renombre de años, han catapultado la notoriedad vacacional playera de la costa gaditana, pero los Caños son los Caños. Ha crecido en urbanizaciones. Han aumentado los alojamientos y también ha sucedido lo mismo con los servicios. Restaurantes, locales de copas,… Alguno, como La Jaima, realmente podría ser un buen reflejo de ese espíritu contestatario que también nos recuerda la facilidad para el nudismo o el buenrollizado ambiente que preside las relaciones sociales. En invierno, su Levante y su Poniente convoca a muchos amantes del surf, el bodyboard, el kitesurf o el winsurf, actividades a las que precede cierta fama de alternativas que conecta muy bien con el espíritu pionero de los Caños.


La playa del Pirata.


La Jaima, uno de los locales con más renombre de la zona... y de los más concurridos.


Puesta de sol en La Jaima. En el centro, cúpula coronada con un particular remate en espiral que acoge otra estancia del recinto.


Una de las barras.


Puesta de sol con música de fondo y vestuarios playeros ligeros de telas.


La playa del Pirata y la pedanía de los Caños de Meca.
Al fondo a la izquierda, perfectamente perceptible, el cabo de Trafalgar.


Los afamados mojitos de La Jaima, a cinco euros la unidad (precios de agosto de 2010).


Un fanal al mismo tiempo práctico y ornamental. Se aprecia que, efectivamente, esta parte del garito es una auténtica jaima de tela.


La Jaima y su mobiliario, desde el suelo.


Anochece.


Entrada al concurrido mercadillo de puestos de artesanía que se encuentra en las afueras de la pedanía en dirección a Zahora y Conil.


La Jaima, mesas, buf y tertulias bajo la música.


Abundan los avisos: las aguas puede resultar peligrosas por las corrientes y las rocas.


De camino a la playa de Los Castillejos, otra de las más famosas en Caños de Meca.

Esta pedanía gaditana, que pertenece a Barbate (distante a 8 kilómetros, pequeña montaña mediante y con todo un magnífico parque natural por el medio) y se encuentra entre este pueblo y el cabo de Trafalgar (
un lugar éste, por cierto, muy recomendable por la belleza de su entorno y sus luces de mil matices), se asienta en un cortado del Monte de Meca hacia el Atlántico. La montaña, presidida por un antigua torre de vigilancia (una almenara del siglo XVI) y escoltada por un tupido pinar del Parque Natural de La Breña (y la marisma... de Barbate), forma una sucesión de acantilados y calas en su cercanía a a las aguas. Allí caen algunos manantiales de agua dulce y de esta forma nace el nombre.


Camino de la pequeña playa por una vereda estrecha y, todo hay que decirlo, bastante degradada. La gente no respeta.


Una recóndita cala poco concurrida, próxima a Los Castillejos.


La calita anterior, en una imagen tomada horas después. Ya está más animada, como se aprecia.


Los Castillejos. En algún tiempo el día a día de estas playas semivírgenes fue todo el tiempo así: nada de presencia humana o muy reducida ésta.


Los Castillejos. Se admiten animales, se tolera el nudismo y no son extraños los humos dulzones de ciertos "cigarros amanuenses" a nuestro alrededor.


Los Castillejos. La tranquilidad que se percibe es una quimera en agosto, cuando se llena de gente y resulta algo agobiante para el que busca más tranquilidad. La cantidad de coches que se apelotonan en los alrededores no engaña. ¡El precio de la fama!


Unos bañistas descienden a la playa de Los Castillejos por otro de los accesos posibles.


¿Han visto alguna vez un perro con rastas? En Los Castillejos no debería extrañarle hacerlo.

Fue en los setenta cuando comenzaron a llegar comunidades de bohemios y hippies al entorno de media docena de edificios. Se popularizó el nudismo, aderezado con la toma de los barros que propiciaban (y propician) esos caños de agua. Era un enclave de libertades que en otros lares llegarían después, un lugar más permisivo y tolerante de lo que podríamos denominar el estándar de las décadas anteriores en la Península. La influencia de muchos extranjeros, y que muchos optasen por retirarse espiritualmente en esta zona, reforzó esos aires de renovación. Puede que hoy en día esa pureza conceptual haya derivado a una idea generalizada con más de reclamo que otra cosa, pero ahí siguen ciertos mimbres primitivos. Por ejemplo,
esas fiestas montadas por una agrupación cultural creada en su día por alemanes y de inspiración budista que aún tienen lugar semanalmente. Lo hippie, téngalo en cuenta el viajero actual, puede ser (y es, de facto) también un negocio.


Comienza a llenarse la playa.


El sol y los acantilados.


Un Atlántico tan frío (y algo crispado) como relajante.


Contraste entre nudismo y no nudismo ante un oleaje bastante "majo".


De camino a la playa de Las Cortinas, más pequeña y privada, donde acude la gente a tomar barros con los que frotarse la piel y realizarse un "tratamiento" más casero.


Está claro: por estrecheces e irregularidades en tan pétreo firme tenemos que andar con ojo.

La Jaima antes mencionada es uno de los pub más famoso de la zona por esa estética que imita la de una gran tienda del desierto. Sus vistas sobre el cabo de Trafalgar o la playa del Pirata, a sus pies, son magníficas. Y tan privilegiadas que privilegiadas resultan las puestas de sol. Sencillamente alucinantes, toda una experiencia en la que el cuerpo parece notificarse. En La Jaima el personal se sienta al uso árabe, sobre cojines o grandes (y más modernos y blanditos) puf. El suelo, cubierto por un tapizado que invita a descalzarse. Las mesas, bajas, son como enormes bandejas de metal. Sus mojitos, famosísimos, ideales para combinar con la variada oferta musical que pincha el discjockey. En los últimos tiempos han implementado también una pequeña cocina y han colonizado con más veladores el descenso particular del establecimiento a la playa del Pirata, donde a su vez han proliferado un par de chiringuitos de músicas discotequeras.


El lugar estrecho por el que pasábamos antes y que separa las dos playas.


Dos bañistas cogen barro de un acantilado para frotárselo por todo el cuerpo.


Mojando el barro.


Un bañista nudista se introduce en el agua.

Las otras dos playas más célebres de los Caños, Los Castillejos y Las Cortinas, más inaccesibles en otros tiempos y por tanto también más tranquilas, más hippies, han perdido esa calma del pasado, han ganado en masificación y se han convertido en julio y agosto en animadas y concurridas mezclas de animales, parejas y grupos de amigos, nudistas y pudorosos, timbales (protagonistas junto a las hogueras de una gran fiesta local cada 28 de agosto, fiesta que se está desvirtuando con respecto a sus orígenes) y tatuajes en busca de sol. Sobre todo Los Castillejos. La gente sigue impregnándose de esos barros purificadores antes de zambullirse en el agua... si es que el viento no hace de las suyas y acerca a la costa alguno de esos habituales buenos oleajes. Aunque siempre podremos dejarnos encandilar por las vistas sobre Trafalgar...


Las olas rompen con Trafalgar de fondo.


Los Caños de Meca, vistos de la plácida playa de Marisucia.

La Vitoria-Gasteiz-Santuario de Estibaliz, turismo de zapatillas (abril de 2011)


Que una carrera atlética acabe en alto, con la exigencia que supone guardar fuerzas durante sus 15,5 kilómetros para afrontar esos tres kilómetros finales más duros (sobre todo el último), o que una los templos del patrón y la patrona de Álava de una tacada, o que mezcle el asfalto de la periferia y una carretera provincial con la actual pista que se extiende donde en otro tiempo hubo una vieja vía ferroviaria son buenos argumentos para interesarse por participar en una prueba de esas que se resguardan bajo la etiqueta de carreras populares. Pero en el caso que nos ocupa, el de la Subida a Estibaliz, la Estibaliz Igoera en euskera, no son ni los únicos ni tampoco los más importantes. Que su trazado de parcial inspiración ferroviaria atraviese pueblecitos con encanto (Otazu, Aberasturi, Andollu) podría reforzar los anteriores. Y también que huya de forma elegante y ajardinada de la ciudad para encontrarse atravesando los verdes campos de la Llanada y algunas frondosas zonas arboladas con grandes vistas del entorno. O que rehúya de la agobiante presencia del chip personalizado. O que, sorpréndanse en los tiempos de bastos pelotones masificados, renombres mediáticos y tutelas comerciales, los organizadores se feliciten por superar el récord de los 800 participantes; lo nunca visto. Desde el primer momento nos pareció estar ante una prueba diferente y única por motivaciones, por recorrido y por perfil, algo exagerado visto impreso. Y no dudamos en aprovechar la posibilidad de acudir a Vitoria para disfrutarla y hacer turismo de otra forma más interactiva: corriendo. Una peregrinación deportiva, que diría Miguel Á. Delgado con alguna variante.

Lo cierto es que la Vitoria-Estibaliz, como se conoce popularmente a esta Subida, es una prueba con muchísimo encanto, una cita que nace de lo artesanal sin obviar el componente de reto y competición. Ahí está el gran mérito de la Sociedad Excursionista Manuel Iradier, su impulsora desde hace 26 ediciones. Recibieron una propuesta de la Federación Alavesa de Atletismo allá por 1986 y aceptaron la sugerencia con un primer recorrido entre el centro de Gasteiz y Estibaliz sobre 9 kilómetros, la distancia que más o menos separa estos puntos y en la que se impusieron Joseba Cubillo de la Hoz y Camila Bravo. Con el paso de las ediciones, ya fuera por necesidad coyuntural o por creencia firme, el recorrido fue mutando, creciendo en kilometraje y variando su salida. Siempre, eso sí, Estibaliz fue la meta. Una meta que corona un cerro a unos 620 metros sobre el nivel del mar. ¡Y es que hablamos de un lugar muy querido por los alaveses! Así, los 9 kilómetros ya eran 12,1 km en 1991, 13,5 km en 1995 y 15 km en 2001. El remate del medio kilómetro adicional, el de los 15,5, llegó en 2010 al trasladar la salida al entorno de la basílica de San Prudencio de Armentia.

Vitoria-Gasteiz y el santuario de Estibaliz. Ubicación geográfica aproximada. [Mapas de VíaMichelín].

Armentia hoy en día es un barrio más de la populosa Gasteiz, absorbido por el crecimiento de la capital vasca por Mendizorrotza y Zabalgana. Pero en su día fue un pueblo autónomo y el templo dedicado a San Prudencio, a la postre patrón de la tierras de Álava. Durante muchas ediciones la línea de salida se encontraba junto a una cercana y afamada estatua del santo, en un paseo del mismo nombre rodeado de casas bajas y amplios espacios ajardinados. Con este leve retoque, además de medio kilómetro, la carrera gana el repecho inicial que saluda a los corredores y los aleja de la iglesia de San Prudencio, en cuya campa anexa se celebra una romería en su honor (que por algo era natural de Armentia) cada 28 de abril. Por el Paseo de San Prudencio abandonamos este antiguo pueblo para seguir por las calles Mayte Zúñiga (no es la única deportista alavesa que tiene aquí calle, justo al lado están las dedicadas a Martín Fiz y al escalador Juanito Oiarzabal), Zumabide e Iturritxu, auténticas circunvalaciones arboladas de Vitoria y frontera, construcciones y naves mediante en algunos puntos, entre la gran ciudad y pequeños pueblos como Aretxabaleta, Lasarte o Gardelegi.

Abandonamos la gran Gasteitz por a carretera A-2130, la misma que en un primer tramo es la calle dedicada a Heraclio Fournier, fundador de una de las fábricas de naipes más célebres del mundo y por cuyas instalaciones pasa la carrera. Apuramos los últimos tramos asfaltados (los primeros cinco kilómetros son sobre esta superficie) con algún que otro repecho, poca cosa ante la inminencia de un contexto visual completamente nuevo reforzado por la bondad climatológica de esta edición: campos verdes más o menos llanos rodeados por concentraciones montañosas más o menos lejanas. En torno al kilómetro 5,5 el itinerario abandona la carrera, que aún nos acompañará a nuestra izquierda durante un rato antes de desviarse a la altura de Otazu, para ingresar en la excelente pista de la vía verde. La antigua línea de ferrocarril conocida como la del “Vasco-Navarro” , en servicio hasta finales de los años sesenta, hará las delicias del corredor al realzar el colorido de esos extensos y fértiles campos verdes sorprendentemente planos y las formas de pequeños montes y los más lejanos grandes macizos vascos.

Entre campos de labor, algún denso tramo boscoso, un par de puentes y pasos elevados y otro de oportunos avituallamientos líquidos (más o menos, kilómetros 5,7 y 9,7), la prueba se aproxima a Estibaliz a través de los pequeños pueblos de Otazu, Aberasturi y Andollu, lugares donde la gente se vuelca con los ánimos o se sorprende por ver un reguero de corredores cada uno a su albedrío rítmico. Como a unos 200 metros de Andollu, tras un paso bajo la carretera A-132, la vía verde se bifurca en dos: el de la derecha, digamos, es el "vasconavarro" fetén, ese tren para el que se llegaron a vender nada menos 3.000 billetes diarios en temporada baja de sus tiempos de gloria, pero el de la izquierda era el antiguo ramal que conducía cada año, en septiembre a miles de romeros a las campas de Estibaliz para las fiestas de su patrona. La subida a Estibaliz aprovecha ese último camino, que dejó de albergar trenes en 1967, y es en él donde, propiamente, comienza la ascensión. Primero, de forma suave y enormes curvas amigas de las panorámicas. Después, con rampas que se agarran más en las inmediaciones de la ermita, cuando la vía verde desemboca en un nuevo tramo asfaltado que en otro tiempo tuvo que albergar el apeadero.

Las últimas rampas se agarran lo suyo por su dureza per se, pero el intenso bosque que protege el cerro donde se asienta Estibaliz hace mucho más llevadero un suplicio pasajero y reconfortante. Como nuevos peregrinos con penas que expiar, el atleta busca el ritmo más favorable para alcanzar la meta, junto al monasterio y la ermita románica de Nuestra Señora de Estibaliz (Estibalizko Andra Mari en euskera). El espacio no abunda en la cima, por lo que la organización apuesta por infraestructuras pequeñas. El tamaño, eso sí, no merma las atenciones. La diligencia y simpatía de los voluntarios es enorme… y gratificante. Mientras recuperamos el aliento, nada como reestablecer unas pulsaciones más sedentarias con un pequeño paseo y unos estiramientos en el entorno del recinto, descubriendo la moderna sobriedad de su monasterio, alucinando con un dólmen cercano que todas las cámaras buscan y degustando la belleza de la ermita de Estibaliz. Este templo originario del siglo XII y de clarísima planta de cruz latina ha sufrido algunos cambios a lo largo de la histori , pero sigue conservando toda esa esencia especial de los lugares mágicos que reparten energías inexplicables a lo largo de los tiempos. La Porta Speciosa (“puerta preciosa” en castellano), su puerta meridional, es la más fotogénica por esa espadaña en dos cuerpos, esa ventanita y esas arquivoltas y columnas tan ricamente decoradas. Y por ese acceso escalonado entre árboles que tanto encanto le da. Todo un referente del románico alavés, todo un referente espiritual para el alavés y una meca para el visitante en su búsqueda de recogimiento o esparcimiento en un entorno natural. Y una buena excusa para preparar retos atléticos de mayor magnitud sobre unos nada desdeñables y sí muy hermosos 15,5 kilómetros.

San Prudencio de Armentia. Esta pequeña basílica, dedicada al que es el patrón de Álava desde el siglo XVII, fue sede episcopal en el IX y en sus primeros tiempos rendía pleitesía a San Andrés. Es una zona rica en historia, como demuestran los restos romanos encontrados en la zona y que nos recuerdan que por aquí pasaba una calzada, la que unía Astorga con Burdeos.

Comienza la carrera.

Un atípico sol hace que sobren las mangas largas y haya que deshacerse de ellas sobre la marcha.

Abandonando Vitoria-Gasteiz por la A-2130. La carrera transcurre sobre asfalto en sus primeros cinco kilómetros.

Nos acercamos al desvío a la Vía Verde del Vasco-Navarro.

Entre campos de labor bañados por una dulce brisa, corriendo por el Vasco-Navarro.

Que verde era mi valle. Campos de labor. A los de Vitoria les llaman "patateros" en el resto de Euskadi por la riqueza de su huerta... y sus buenos terrenos para grandes cultivos.

Un viejo puente aprovechado por la vía verde. De las pendientes más fuertes, no en exceso, que encontraremos en esta parte de la carrera, junto con un paso inferior posterior en Andollu.

La Llanada. No le falta razón a tan rancia denominación.

Otra foto tomada en carrera con el teléfono móvil. Entre la lente, la calidad y el movimiento se explica que la calidad de la imagen (como le sucede a otras) deje que desear. Pero es un buen testimonio, nos parece.

Autorretrato en marcha.

Un delicioso tramo entre árboles.

Otra vista de este (con permiso de la París-Roubaix) particular Forest d´Arenberg alavés.

Dejamos atrás el bosque y regresamos a planos y verdes campos de labor con un giro muy de tren. Ya estamos en el ramal que conducía a Estibaliz.

Comienza la subida. Suavemente al principio, de forma más empinada en el último kilómetro.

Aún resta un kilómetro y medio de ascensión endurecida por un sol malicioso. Todos los kilómetros están indicados con estos paneles típicos de "precaución, suelo mojado".

No se percibe, pero ahí está la pendiente. Al fondo a la izquieda se observa el entorno boscoso del cerro donde se asienta Estibaliz.

El camino desemboca en una estrecha pista asfaltada, la parte más dura. Un participante afronta esta parte caminando y el goteo de corredores es incesante.

Muy cerca ya del monasterio. El final del antiguo ramal.

Muchos familiares y amigos se concentran en las cunetas para animar. La afición vasca (664 corredores eran alaveses, 33 eran guipuzcoanos y 28 vizcaínos) es ejemplar.

La meta, coqueta pero reconfortante tras la última rampa.

Participantes y espectadores comparten impresiones en las proximidades de la meta. Una imagen muy habitual de las carreras populares.

Espectadores en la zona de meta. Muchos más se reúnen algo más abajo, donde se concentran las pendientes más duras de la subida.

El monasterio y su entorno.

El arco de meta y la zona de avituallamiento.

Los entregados y simpáticos voluntarios entregan comida y bebida en la zona de avituallamiento de la meta.

El curioso dólmen de Estibaliz, con el monasterio al fondo.

El dólmen de Estibaliz, junto al monasterio, y sus magníficas vistas.

Corredores, organizadores, patrocinadores y familiares, en la pequeña zona ajardinada que se extiende ante el monasterio, donde se instaló en 1923 una comunidad de monjes benedictinos y donde existe una pequeña hospedería con 10 habitaciones para todos los que quieran (en principio sólo hombres como se explica aquí) acercarse a conocer el día a día benedictino. El monasterio original, del que se tienen testimonios escritos ya en el siglo XI, desapareció y el actual se construyó entre los siglos XIX y sobre todo XX.

La ermita está unida al monasterio. Vistas de una de sus puertas desde la plazoleta inmediatamente anterior a los dos edificios.

La conocida Porta Speciosa de la rómanica iglesia de Santa María de Estibaliz, símbolo del templo e inconfundible por su ventana y su espadaña de dos cuerpos. Este templo de cruz latina y dos accesos alberga una histórica talla del siglo XII varias veces restaurada que representa a la que es la patrona alavesa desde 1941.

Este doble arco nacido de una ampliación conecta los exteriores de la Puerta Speciosa con la plazoleta del monasterio. En una fotografía anterior lo veíamos desde el otro lado.

La escalinata.

La escalinata que conduce desde la zona de aparcamiento hasta la cripta del monasterio (una moderna edificación que tampoco rompe visualmente con el entorno y queda a la izquierda) y la iglesia románica.

La cripta.

El aparcamiento, donde paraban los autobuses que devolvían a los corredores a la zona de salida, con el entorno boscoso que oculta Estibaliz.

Monumento al peregrino, en Argandoña, el pueblo donde se encuentra Estibaliz y que se encuentra en el llamado Camino Vasco a Santiago de Compostela.