Lisboa, mil ciudades en una (4)




De nuevo, y casi diciendo que es obligatorio, recurrimos al tranvía para subir al castillo de San Jorge. Es el mejor modo de llegar al punto más alto de la ciudad y piedra fundacional de la misma. Nos ahorramos una buena pendiente y disfrutamos de las estampas que te aporta el viaje… Incluso descubres como algún que otro pícaro lugareño se engancha por fuera, colgado, para no pagar. Los tranvías del casco viejo son los típicos de las fotos, de esos que se nota que periódicamente son repintados y ofrecen cierta sensación de inseguridad cuando afronta las fuertes pendientes de la Alfama, esas en las que el empedrado se alterna con el asfalto de una forma tan irregular que, entre socavones, el firme de la Lisboa más sentimental parece un remiendo de parches. Pero le da encanto a la excursión, sin duda. Tomamos el 12 en la plaza de Figueira y lo abandonamos junto a la iglesia de Santa Lucía, la de la bandera de la orden de Malta en la fachada y junto a la que encontraremos unas magníficas vistas sobre la ciudad.




















Un breve tramo de escalada urbana nos conduce hasta la entrada del Castillo de San Jorge, de acceso gratuito para muchos colectivos (como los periodistas o los estudiantes) y nada prohibitivo para el resto (5 euros). La taquilla, cosa curiosa, está a unos cuantos metros de la entrada “real”, esa que emerge junto a las últimas casas del barrio; y poco después de enorme arco junto al que una vitrina empotrada en los muros recoge una imagen del santo al que se venera en la fortaleza.









Si Supermán viniera de viaje a Lisboa y le surgiera una urgencia debería buscar estas cabinas...



En verano, el recinto permanece abierto de nueve a nueve, un horario lo suficientemente generoso para no poner excusas y no visitar el castillo. Se trata de una excursión obligatoria si viajas a Lisboa: desde aquí, las vistas son alucinantes. Si hace sol y la brisa fluvial acompaña, las sombras de los árboles del interior hacen cualquier parada, en una roca o un cañón ornamental, un deleite para los sentidos mientras se degusta el horizonte. Son de esos sitios en los que cobran sentido las palabras del cantante Manolo García: “Hay que tener sed de horizonte”.








Lo primero que nos encontramos es una especie de parque arbolado en la que se conservan diferentes restos arqueológicos. No estamos, sin embargo, en el castillo propiamente dicho; aún tendremos que pasar junto a las dependencias que en su día fueron el antiguo Palacio Real de la Alcazaba y que hoy, además del museo, acogen el Café do Castelo y el restaurante Casa do Leao. El museo bien merece una visita: allí podremos contemplar una recopilación de los objetos recuperado a partir de diferentes excavaciones, las cuales han permitido reunir testimonios físicos de las diferentes culturas que pasaron por estas tierras. Fenicios, romanos, musulmanes,… Hasta una curiosa colección de los cachimbos, pipas de fumar, de la soldadesca, los primeros consumidores habituales de la erva santa, como llamaban los portugueses y los españoles al tabaco en sus primeros momentos “continentales”.



El castillo, aún muy restaurado, es un recinto realmente imponente que es patrimonio nacional desde 1910. Construido en el siglo XI, los cambios se agilizaron a partir de 1147, cuando Alfonso Henriques, el primer monarca luso, se lo conquista a los musulmanes. Hasta que la realeza se traslado a la Baixa Lisboa, fue el centro del poder portugués. Con aquel éxodo, se convirtió en un bastión militar al que le sentó mal el paso del tiempo y, claro, el terremoto de 1755. Afortunadamente se recuperó, si bien en su exterior, cosas del turismo, esa recuperación haya sido excesiva. Pasear por sus murallas, en algunos puntos, sigue dando algo de vértigo, pero desde aquí la visión panorámica de la ciudad es total: hacia el Tajo, hacia el Monsanto, los ensanches, otros puntos altos.... Anexo al castillo, se encuentra el yacimiento de la praça nova, que se encontraba cerrado cuando realizamos este viaje.




















Abandonar el castillo, una vez superados los bares y locales que seducen al turista, invita a perderse por algunas callejuelas en las que se capta ese renombre de la particularidad de la Alfama. Casas bajas, de fachadas estrechas y cargadas de macetas. Alguna que otra ventana sorprende con música folclórica a todo volumen. Algún que otro vecino, con el caminar pausado y cansino propio de las pendientes empedradas, sube la compra como ensimismado, con la vista perdida hacia no se sabe qué. Es un contacto previo en el que profundizaremos después, ya que ahora volvemos hacia Santa Lucia para caminar cuesta abajo, entre tiendas de souvenirs, con dirección a la Sé, la catedral; un edificio muy desconcertante por su ubicación, en lo que podríamos denominar una media ladera, y su fisonomía: más bien parece una fortaleza por esos dos campanarios más semejantes a las torres de un castillo.
















Cuidado con el perro.









Un patio patriota camino de la Sé.




Lo cierto es que la Sé, Santa María la Maior, es de los pocos edificios “originales” de Lisboa, superviviente a los terremotos, aunque no exenta a sus efectos; por eso, no goza de un estilo único. Pero esa misma variedad, hija de épocas y necesidades distintas, la convierte en un edificio genial, aunque sus orígenes son románicos (se inició la construcción en el siglo XI). Una de las fotos más típicas de Lisboa es la de su Catedral junto al paso de los tranvías que descienden o ascienden, según disfrutamos de frente su fachada, a su izquierda.











Desde la catedral hasta la Lisboa baja hay muy poca distancia, un agradable paseo en el que disfrutar de los negocios tradicionales y edificios de aires decimonónicos marcados por el color gris. Conviene hacer una parada en San Antonio de Padua, una iglesia de fachada y silueta discreta que está, cruzando la calle, junto a la catedral (aunque la entrada está un poco más abajo): allí se conservan los restos de Santa Justina, una mártir expuesta en una urna acristalada que llegó a la ciudad en 1777. No habíamos leído nada sobre esta posible visita: descubrirla fue, por lo menos, impactante. Sus restos, momificados, están junto a los bancos en los que algún que otro fiel le reza al santo, con gran devoción en la capital por su condición de portugués, pese a “su apellido” italiano. “El santo de todo el mundo”, como le llamaba León XIII, tiene en Lisboa un rincón más “personal” e íntimo.


Los restos de Santa Justina.











Curioso nombre el de "discoteca" para un centro auditivo.